viernes, 22 de febrero de 2008

PADRE JOSE PUNTA


Durante el domingo 18 de enero numerosos padres de familia, muchos alumnos y vecinos pasaron ante los restos mortales del Padre José Punta, que era velado en el templo de San José Benito Cottolengo de Tucumán.
Cuando al final de ese día el féretro salía del Pequeño Cottolengo para ser trasladado a Buenos Aires, una verdadera muchedumbre se aglomeraba para el último adiós, y no pocos entre los presentes lloraban.
Era la despedida a un sacerdote, que calladamente había dedicado allí, a la educación del millar de alumnos del Colegio Don Orione, los diecisiete últimos años de su ancianidad. Pero toda su vida fue una consagración a ese apostolado, que esta orientado a la formación en las virtudes cívicas y cristianas, y que se propone insertar con responsabilidad las capacidades necesarias a las generaciones jóvenes en la comunidad y en la Iglesia.
Siempre dedicado a la niñez en la escuela, aunque no exclusivamente, -porque también diera parte no pequeña de su tiempo al ministerio sacerdotal en parroquias y capillas- paso alrededor de una década al frente del colegio Obispo Boneo de Rosario, donde también se lo recuerda aun con aprecio y afecto.
Nacido en Italia, en Govi, Provincia de Alessandria, el 27 de octubre de 1909 fue recibido en la congregación en Tortona a los 17 años, el 3 de noviembre de 1917, por el mismo Don Orione, en cuyas manos emite los primeros votos en 1931.
Llega a Buenos Aires, el 11 de marzo de 1935, junto con el clérigo Francisco Solano. Don Orione que también se hallaba en Argentina, lo destina a la formación de las jóvenes vocaciones, que en aquellos años ingresaban al recién inaugurado colegio apostólico. Estuvo dedicado a los probandos, en Lanús y en Claypole, como asistente y profesor de matemáticas y ciencias, por largos años. Se lo encontrará nuevamente dedicado a jóvenes vocaciones, cuando se abrió el probandado del Sagrado Corazón en Alta Gracia, en la década del sesenta.
Entre los rasgos que merecen ser destacados en su tarea como educador, nos parece que se ha de señalar, además de su dedicación incansable, que lo hizo estar en su puesto de trabajo aun cuando los años y los padecimientos físicos quizás aconsejaran otra cosa, su atención por cada chico, y una línea de firmeza, impregnada de bondad.
Últimamente, estuvo empeñado también en la terminación del edificio, que es una necesidad de esa escuela de Tucumán.
Quienes convivieron con el perciben su humildad, cosa ya detectada por Don Orione, disposición que lo alejaba de todo parecer, y a no querer que se molestasen por él; su preocupación mas bien por los otros, cuyas tareas se ofrecía a realizar cuando los veía necesitados de ayuda y colaboración; su contracción al deber, al estilo de Don Orione, no tomándose vacaciones propiamente dichas, ni aprovechando como religioso extranjero, su derecho a visitar la propia patria cada cuatro años; y el no hablar nunca mal de nadie.
Su fallecimiento fue ocasión para que muchos recordaran episodios que manifiestan las virtudes ya descriptas, ya en la parroquia, en la escuela, en la comunidad, o en el hospital.
Quizás debiéramos recoger en esta hora todas estas anécdotas, que enriquecen y matizan nuestras apreciaciones sobre su tarea y su personalidad de educador, y de sacerdote consagrado totalmente a la invalorable obra de la evangelización y la formación humana.
Sus restos, después de la misa concelebrada, fueron inhumados en el cementerio del Pequeño Cottolengo de Claypole, junto a otros religiosos orionitas, no pocos de ellos también venidos como auténticos misioneros desde Italia, a construir y vitalizar los puestos de evangelización que la Iglesia y la Divina Providencia han confiado en Argentina a la Obra de Don Orione.
Su nombre se junta ahora a los de los otros religiosos que nos han dejado, y en cuya vida hay rasgos de santidad que es preciso atesorar, y que van constituyendo el patrimonio espiritual y la herencia pastoral de esta fuerza evangelizadora que Don Orione atrajo consigo a nuestra patria, “la legión de la caridad” suscitada de las piedras por la mano de Dios, “los santos” de que él sentía necesidad para su obra, y por los cuales clama hoy la Iglesia rejuvenecida en el Concilio y en Puebla.
Su figura, en tantos aspectos negación de los ideales efímeros promocionados por una interesada, pero domínate publicidad, es una invitación a jóvenes generosos, que ansíen de verdad entregar su vida a la causa superior de Dios y del Hombre, en una vida, que no hace ruido, pero que está cargada de invalorable riqueza humana y cristiana.
(Revista Don Orione, Marzo-Abril 1987)

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